lunes, 4 de diciembre de 2006

ELLOS LE PONEN COLOR A SU VIDA

“Nosotros vivimos de los muertos. Yo, por ejemplo, preparo, visto y maquillo a los finados”, dijo Rafael Dávila con una seriedad que no daba lugar a bromas. Su oficina era un cuarto semioscuro, la luz apenas se colaba por un pequeño tragaluz en la parte superior de la pared que de manera oblicua alumbraba el escritorio y los pocos papeles que allí había. Ahí se veían a en un santo desorden cruces plateadas y lamparones de velatorio, cortinas granates, caballetes, tapizones enrollados, y un penetrante y característico olor floral. Un cuadro del Corazón de Jesús, que colgaba de la pared, parecía sostenerla.

“Aquí no hay ningún muertito ahora. Hoy no ha caído nada, tranquilo nomás” me dice, mientras cruzaba los brazos se echaba en el respaldar de su silla como queriendo mostrar una aire superior y ocultista.


Las primeras fueron preguntas más bien tímidas como: “¿Cuántos puedes maquillar en un día? Los que caigan. ¿Cuál ha sido tu récord en maquillar? 10 en un día ¿Cuál ha sido la vez en que se había sentido más triste al maquillar uno? A un bebe de semanas que tenía el rostro golpeado. Luego de un buen rato hice quizás la pregunta de mayor tono. “Y se puede ver cómo maquillas a uno? Rafael respondió que sí, siempre y cuando le diera ‘alguito’. “Tú sabes, tampoco es tan fácil que entres al mortuorio” agregó.


Quedamos para el día siguiente al medio día, hora en que según él normalmente siempre tenía un cliente. “No te olvides. FUNERARIA PIMENTEL. Aquí me vas a encontrar”. La siguiente mañana, llegue a la hora y lugar indicados. Rafael había salido “a ver si conseguía algo” como me indicó un chofer de carroza, y aumentó “ Puede que lo encuentres por allá, a la vuelta” y señalaba en dirección al Hospital Rebagliati, haciendo un ademán para que doblara en la esquina hacia la izquierda.


Agradecí la información y caminé en busca del maquillador, Deambulé cerca de una hora, pensando en quizás que habría que hacer otro contacto, hasta que una figura rechoncha, de bigotito y de ojos rasgados se acercaba sonriente. Era Rafael Dávila: “Espérame un ratito más por favor, aún no ha caído nada. Paciencia nomás, no todos los días se muere alguien”. No indagué más porque ya los administradores de las funerarias me veían de manera sospechosa y optaron por ya no decir nada, o simplemente negando el acceso a las mismas.


Esperé sin decir nada. Al cabo de quince minutos regresa Rafael con un sujeto mediano y cabello negro y flaco: “Me llamo Santiago”, dijo y nos dimos la mano. Rafael aumentó: “Él te llevará. Tiene un muertito para vestir y maquillar. Yo me quedo aquí; no he conseguido nada hasta ahora.” Asentí. Cuando ya me iba, Rafael me llamo a un costado y me dijo” Déjate algo pe’ flaco, de todas maneras te he ayudado” Saqué unas monedas y éste agradeció.


¿Para que quieres ver como trabajo? Pregunto Santiago. Respondí: “es que siempre he tenido curiosidad de ver cómo era esto, el contacto cotidiano con los muertos. Cómo son normalmente antes de que los pongan en el cajón. Es una pregunta que me he hecho desde que vi a mi abuelo en el suyo hace 6 años. Mientras decía esto a Santiago parecía salírsele los ojos del rostro, un tanto de la sorpresa otro de lo buena gente que parecía ser.


Cruzamos la pista y entramos al Velatorio del Hospital y nos dirigimos al mortuorio. En la puerta un vigilante nos detiene y pregunta “¿A dónde se dirigen, señores?” “Ya, ya , no te hagas el importante, ‘Negro’. Acá mi primo quiere aprender del negocio, para eso lo he traído, para que me ayude. Normal, no?”, dijo Santiago con socarrona voz. “Contigo no se puede, Compadre, pasa nomás, y tú chochera cuidado con este ‘pata’ que es bien mentiroso, no te dejes meter miedo” dijo el vigilante entre risas que resonaban en el pasillo blanco.


Entramos. Esperaba encontrar un salón con cadáveres en camillas con una sábana cubriéndolos o en conservadoras o tinas con formol. Suena macabro, pero eso me desilusionó un poco, pues tenía la idea de cruzar un pasillo de losetas poco iluminado, frío y con bastante eco, un paraje digno de una película de horror al mejor estilo de Fredy Krugger o Poltergheist.


A cambio de eso bajamos muchas escaleras pasamos unos cuantos velatorios más y entramos a un cuarto blanco y bastante iluminado donde yacía inerte y destapado el cuerpo de un hombre de alrededor de 50 años, piel morena, con una incipiente y entrecana barba.


“Éste nos va a dar trabajo. Está gordito y bastante desarreglado. Segurito que lo han dejado en el piso cuado se murió”, renegó Santiago, quién ahora abría un neceser de cuero negro que no había notado antes. Me preguntó: “¿Me vas a ayudar o sólo quieres ver? Te ayudo, contesté algo vacilante, mientras abría su maletita negra y sacaba una versión bastante antigua de la Santa Biblia.


El cuerpo que yacía delante de nosotros se mostraba impasible y hasta con una leve sonrisa, sus entrecejos mostraban paz, casi no tenía arrugas. Las costuras en su pecho eran lo único grotesco en su cuerpo, Ese hombre ya no era uno, pasaba a ser ahora un envase sin contenido, pero que aún así se le respetaba.


Recuerda, me dijo el maquillador, él debe haber muerto por la mañana en el hospital, tendremos alrededor de una hora o menos para hacer todo porque si no se empezará a poner duro. Rigor mortis, le llaman. Este ya está eviscerado, como un pollo en el mercado, ¿me entiendes?... Bien. Entonces tenemos que limpiarle primero todo el cuerpo con esta esponjita y echarle agua colonia para que la familia quede contenta.


Santiago se persignó luego de las sumarias instrucciones. ¿Empezamos? dijo, antes pregunté: ¿Qué es ese olor que hace arder los ojos? “Es el formol. Se lo untan cuando le sacan las vísceras para que no huela mal en pleno velorio”.


Asearlo y afeitarlo no fue tarea difícil, hasta ese momento no había tenido contacto directo con el muerto, y no se presentaron mayores problemas. Ahora tocaba vestirlo y empezamos por la parte de arriba. Le coloqué el bivirí, la camisa y la corbata. El cuerpo aún mostraba docilidad. Luego le pusimos las medias y luego el pantalón, finalmente el saco. ¿Los zapatos? Pregunté. Santiago rápidamente contestó “A ningún muerto se le ponen zapatos” y no dijo más nada.


Luego de descansar “Ahora nos toa el maquillaje ¿No te animas?” Sí contesté. Abrí el guardapolvo y empecé a espolvorearlo. Al primer contacto con el rostro mostré dudas por lo rígido y frío que ahora estaba el cuerpo. Esperaba encontrar la lozanidad de momentos antes. Hace unos minutos era una persona que dormía, ahora está indefectiblemente muerto.


Puse el guardapolvo en la mesa de trabajo y dije: “Disculpa, no puedo. No es tan fácil como supuse… Nunca había tenido un muertito tan cerca, mucho menos tocado uno. Ahora sé que la muerte era esto. Una indiferencia total con lo que queda. Es absurdo maquillarlo. Hazlo tú” a la vez que daba un paso hacia atrás. Santiago sonrió de manera anuente, y mientras espolvoreaba el rostro y cuello del difunto decía “Como quieras, primo, como quieras”.


“Bueno ya está listo, ¿Tienes alguna pregunta? interrogó Santiago. Sólo atiné a mover la cabeza negativamente mientras contemplaba el rostro que ahora nuevamente dormía ante la magia del maquillaje. Le había puesto el color a la muerte. “Salgamos, entonces, y espérame un ratito en esa banca que voy un ratito aquí a la Administración”. Recién ahora me doy cuenta de todo lo que ha sucedido, aquí en este pasillo dónde veo a unos que lloran y otros que dan el pésame. Veo ahora que he preparado el último viaje de un hombre.


Luego de diez minutos regresa sonriente y empezamos a subir las escaleras. Casi callados hicimos el mismo camino de entrada. Y seguía pensando que había sido el Caronte de esa alma. Caminamos hasta la salida, él salía derrochando una tranquilidad común en ellos, mientras yo decía entre dientes “Paradójico. Él maquilla muertos, y los hace lucir mejor, mientras ellos le dan un color oscuro a su vida”.

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